lunes, 9 de mayo de 2011

Si no tienen transgénicos, que coman pasteles

En Octubre de 1999 un ciclón azotó la región de Orissa, en India, dejando a su paso 10.000 muertos y entre 10 y 15 millones de personas sin hogar. Tras la catástrofe, varias ONGs estadounidenses distribuyeron alimento a los damnificados. Cualquier persona razonable vería esto como un acto de solidaridad, pero no los ecologistas.

El Research Foundation for Science ubicado en Nueva Deli envió muestras de estos alimentos a Estados Unidos para averiguar si eran transgénicos. Efectivamente, contenían maíz y soja modificados genéticamente. La reacción de indignación fue inmediata. La directora del Research Foundation for Science, Vandana Shiva, declaró: “Los Estados Unidos han estado usando a las víctimas de Orissa como conejillos de india para endosarles los alimentos transgénicos que han sido rechazados en Europa”. Y añade: “Exigimos al gobierno de India y al estado de Orissa que retire inmediatamente estos productos”.

Otro caso parecido ocurrió en 2002, cuando Zambia rechazó ayuda alimenticia en medio de una terrible hambruna debido a la insistencia de varios grupos ecologistas. Greenpeace y Amigos de la Tierra convencieron al gobierno de Zambia de que los transgénicos que se iban a distribuir podían ser peligrosos.

Ya tienen que ser peligrosos para que se prefiera que la gente muera de hambre antes que comer alimentos genéticamente modificados. ¿Están justificadas todas estas acciones? ¿Los transgénicos son dañinos para la salud?

Viendo el panorama en Europa pensarías que sí. Austria, Francia, Alemania, Grecia, Hungría y Luxemburgo han prohibido el cultivo de transgénicos. Solo cinco países de la UE plantan organismos modificados genéticamente. España es uno de ellos, y está en cabeza con el 80% del total europeo.

Sin embargo, esta apuesta por los organismos modificados genéticamente puede cambiar muy pronto. El gobierno va a crear una 'lista negra' de parcelas con transgénicos, de modo que los agricultores que quieran plantar maíz modificado genéticamente se verán obligados a apuntarse a un registro siempre antes de sembrar y mediante comunicación formal y expresa, para así poder tener un mayor control sobre estos cultivos.

Según el último Eurobarómetro, de 2010, solo el 35% de los españoles apoya el cultivo de transgénicos (aunque uno de cada cuatro ciudadanos no ha oído hablar nunca de esta tecnología). El temor de los ciudadanos es tal que este maíz solo se dedica al consumo animal, ya que ninguna empresa se ha atrevido a comercializarlo para las personas. Y considerando que España es el mayor productor de transgénicos, la opinión pública en el resto de países de la UE debe ser incluso peor.

Si tantas organizaciones ecologistas y países tan importantes se oponen al cultivo de transgénicos debe ser que existen evidencias sólidas que demuestren o sugieran que los organismos modificados genéticamente son peligrosos para la salud, ¿no?

Para nada. El consenso científico es que los transgénicos no solo son completamente seguros para el consumo humano sino que son imprescindibles para alimentar a la creciente población del planeta. Estudio tras estudio ha concluido que los transgénicos no son peligrosos para la salud. Los transgénicos que podemos encontrar en nuestros platos han pasado por más pruebas de seguridad que cualquier otro tipo de alimento. De hecho, ningún producto proveniente de la agricultura tradicional podría satisfacer las exigencias requeridas por parte de los gobiernos a los que son sometidos los alimentos transgénicos.

Más del 60% de alimentos en los supermercados de EEUU contienen ingredientes provenientes de organismos modificados genéticamente. Desde 1995, millones de estadounidenses han estado comiendo transgénicos. Después de más de 15 años no ha habido ni un solo caso de enfermedad causada por los transgénicos y ningún estudio ha encontrado indicios para pensar que éstos puedan causar efectos dañinos para la salud en el futuro.

El miedo hacia los transgénicos, como el miedo hacia la energía nuclear, aumenta cuanto menos sabemos sobre el tema. Antes de la revolución biotecnológica los agricultores ya modificaban genéticamente sus plantas. Seleccionaban las mutaciones que mejor satisfacían sus necesidades, ya fuera para obtener un mayor rendimiento o mejor sabor. Este fenómeno ha existido desde que se inventó la agricultura, cualquier planta de cultivo es, por definición, un organismo modificado genéticamente, incapaz de sobrevivir sin la intervención humana.

La diferencia radica en el proceso. Antes del surgimiento de la ingeniería genética, para introducir genes en una especie de planta, los agricultores tenían que recurrir al cruce entre especies muy cercanas. Por cada cruce se introducen miles de genes no deseados, lo que hace que este proceso sea extremadamente lento e inexacto.

Las zanahorias son naranjas debido a la selección de una variante en Holanda en el siglo dieciséis. Los plátanos eran estériles. El arroz, el maíz y el trigo contienen mutaciones genéticas que alteran el desarrollo de la planta para dar semillas más grandes, prevenir la dehiscencia, y permitir el trillado libre de broza. Los nuevos métodos son mucho más precisos y eficientes, capaces de introducir un gen específico de especies mucho más lejanas.

Uno de los argumentos que utilizan los ecologistas para prohibir los transgénicos es que no es ‘natural’ que los genes se crucen entre especies. Esto es simplemente incorrecto. El trigo por ejemplo, tiene tres genomas dobles en cada una de sus células, provenientes de tres especies distintas de yerbas. Se está viendo que la transferencia horizontal es más común de lo que se pensaba, especialmente entre las plantas. Es más, se ha observado la introducción de ADN de serpiente en un jerbo en la naturaleza mediante un virus.

A pesar de esto, muchos ecologistas siguen oponiéndose a los transgénicos bajo el principio de precaución. Frances Smith, director de la organización Consumer Alert, comenta que “quieren mantenerse cautelosos no solo cuando las evidencias no son concluyentes sino cuando no existe ninguna evidencia de que el daño para la salud sea posible”.

Los ecologistas más sensatos aceptan recelosos estos hechos y buscan otras razones para prohibir esta tecnología. Señalan que la plantación de transgénicos destruye el medio ambiente y deja la agricultura mundial en peligro.

Sin embargo, la verdad es justo lo contrario. Los beneficios sobre el medio ambiente del uso de organismos genéticamente modificados en la agricultura son enormes. La introducción de un gen resistente a herbicidas permite a los agricultores matar las malas hierbas sin dañar sus plantas de cultivo. El herbicida más usado es el Roundup de Monsanto, un producto químico que resulta inofensivo para el medio amiente y que su tiempo de degradación es de tan solo unos días después de ser aplicado. Gracias a las plantaciones resistentes a este herbicida, los agricultores no tienen que arar la tierra para controlar las malas hierbas, lo que significa mucha menos erosión del suelo.

Los agricultores llevan usando la bacteria Bacillus thuringiensis como un efectivo insecticida durante décadas. B.t. es tóxico para algunos insectos, pero es inofensivo para pájaros, peces, mamíferos, o personas. La biotecnología ha hecho posible producir variedades de plantas capaces de producir su propio insecticida incorporando genes de toxinas de esta bacteria. Esto significa que los agricultores no tienen que rociar sus campos indiscriminadamente, lo que mata tanto a insectos beneficiosos como a insectos dañinos. Se ha observado que el número de insectos beneficiosos para los cultivos es mayor en las plantaciones transgénicas que en las convencionales. Esta variedad de transgénicos es tóxica principalmente para especies de insectos específicas, aquellas especies que insisten en comerse la cosecha.

Los beneficios no se quedan ahí. Se están desarrollando plantas capaces de soportar sequías, y terrenos con sal o aluminio tóxico. Pronto dispondremos de soja enriquecida con lisina para alimentar a los salmones de las piscifactorías, cosa que hasta ahora solo podíamos hacer triturando otros peces para usarlos como alimento para los salmones. Se están desarrollando plantas que absorben el nitrógeno de forma más eficiente, lo que permitiría obtener mejor rendimiento con la mitad de fertilizante. Esto salvaría muchos hábitats marinos de la perdida de eutrofización, salvaría a la atmosfera de un gas invernadero, el óxido nitroso, que es 300 veces más potente que el dióxido de carbono, y reduciría la cantidad de combustibles fósiles que se usan para producir el fertilizante. Todas estas mejoras en cuanto a rendimiento permitirían satisfacer la demanda de comida de la creciente población mundial prácticamente sin aumentar, o incluso reduciendo, las hectáreas usadas para la agricultura; lo que significa que habría más espacios naturales para el resto de seres vivos.

Los grupos ecologistas muestran gran preocupación por la posibilidad de que las variedades transgénicas se extiendan por la naturaleza o en otros cultivos con plantas convencionales. Aunque es cierto que esto puede ocurrir, lo que puede conllevar complicaciones legales y que requeriría una discusión extendida sobre las patentes, las compañías que producen estas variedades de plantas siempre intentan que sean lo más estables posibles de modo que los genes que han introducido en esas plantas se mantengan allí.

Las compañías biotecnológicas han ideado formas para resolver este problema. El Technology Protection System (TPS) es un conjunto de genes que hace que la semilla sea estéril, de forma que es imposible que se extienda. El TPS obliga a los agricultores a comprar nuevas semillas cada año ya que no pueden guardar las semillas para volver a plantar.

Si los ecologistas estuvieran realmente preocupados por el esparcimiento de los transgénicos, acogerían esta tecnología con los brazos abiertos. Sin embargo la rechazan rotundamente y ahora se le conoce como ‘gen Terminator’. Activistas ven esta tecnología como una amenaza enorme ya que podría extenderse a otras plantas y formas de vida. Sin embargo se olvidan de una cosa, el TPS es, por definición, incapaz de extenderse.

Critican que las plantas con TPS dan un poder enorme a las compañías sobre la agricultura, y esclavizan al agricultor. Nada más lejos de la realidad. De hecho son los grupos ecologistas los causantes de que haya tan solo unas pocas empresas controlando el negocio de los transgénicos. Todas las regulaciones y requerimientos impuestos por los gobiernos (por presión de los grupos ecologistas) hacen que solo las empresas más ricas y poderosas, con contactos en los gobiernos, puedan entrar en ese negocio, dando menos posibilidades de competencia y así facilitando que las pocas compañías que hay puedan salir airosas en caso de abusos al cliente.

Por otro lado, si los agricultores no quieren las ventajas que ofrecen las plantas transgénicas protegidas con TPS no tienen porque comprarlas, son libres para comprar semillas sin TPS. De la misma forma, las compañías de semillas podrían ofrecer plantas de cultivo con características transgénicas que solo se expresasen con la presencia de ciertos activadores químicos que los agricultores podrían comprar si consideran que merece la pena pagar más por ello. El mercado decidirá si estas innovaciones son de valor.

Esta oposición de activistas hacia los transgénicos parece asumir que los agricultores son tontos, y que necesitan que ellos les digan lo que deben y no deben usar. Las variedades modificadas genéticamente han sido una de las tecnologías que más rápido se han adoptado en todo la historia del ser humano. En el 2007 la plantación global de transgénicos era de 282 millones de hectáreas, un 12% de aumento con respecto al 2006. Además, el número de agricultores que eligieron plantar transgénicos aumentó de 10,3 millones en 2006 a más de 12 millones en 2007. De esos más de 12 millones, 11 millones son agricultores pobres y con pocos recursos en países subdesarrollados.

A pesar de estos hechos, grupos ecologistas siguen oponiéndose a los transgénicos diciendo que solo beneficia a las compañías productoras. Pero como vemos, millones de agricultores por todo el mundo piensan que se benefician plantando transgénicos. De modo que los ecologistas solo pueden llegar a la conclusión de que estos agricultores son tontos. Es bastante simple, si los transgénicos no dieran los beneficios prometidos, los agricultores no estarían adoptando esta tecnología a un ritmo exponencial.

Los ecologistas tienen razón en una de sus críticas de la agricultura moderna. Con una población creciendo a un ritmo muy alto, la ciencia se ha centrado en la cantidad y se ha olvidado de la calidad. Los alimentos de hoy en día tienen un valor nutricional más bajo que hace unas décadas debido a la agricultura intensiva. Sin embargo los grupos ecologistas se oponen a la tecnología que podría solucionar el problema fácil y rápidamente.

La biotecnología puede insertar características nutricionales saludables en las plantas de cultivo: puede insertar genes transportadores de calcio en zanahorias para ayudar a luchar contra la osteoporosis a personas que no pueden beber leche, puede insertar triptófano en el maíz para luchar contra la depresión, aumentar o añadir vitaminas y minerales, o soja con ácidos grasos omega-3 para reducir el riesgo de infartos. Las posibilidades son increíbles.

Un caso especialmente importante es el del ‘arroz dorado’, diseñado por Ingo Potrykus y su equipo de investigación en Suiza. Esta variedad de arroz tiene la capacidad de producir betacaroteno, el precursor de la vitamina A. No se conoce ninguna otra variedad de arroz que produzca betacaroteno. Alrededor de 2.000 millones de personas en los países subdesarrollados sufren de deficiencia de vitamina A, especialmente en aquellos países en los que el arroz es el grano dominante. Cada año 500.000 niños se quedan ciegos a causa de la deficiencia de vitamina A. A pesar de ello, los grupos ecologistas se oponen e intentan prohibir su uso en todos los sitios que pueden.

Como vemos, la oposición a los transgénicos es, como de costumbre, puramente ideológica. El ecologismo se ha convertido en la nueva religión de las sociedades acomodadas occidentales, completamente alejada de la realidad y carente de razón o empatía con los seres humanos. Si alguien no quiere comer transgénicos, genial, que corra con los gastos que eso supone y arreglado. Ahora bien, solo la ideología más cruel e indiferente intentaría prohibir opciones que podrían significar la vida o la muerte de la gente pobre en los países subdesarrollados. Estamos intentando imponer el más rico de los sabores a la gente más pobre. Per Pinstrup-Anderson del International Food Policy Research Institute pedía a los participantes en el seminario Congressional Hunger Center que se plantearan la biotecnología desde la perspectiva de la gente en los países subdesarrollados:

“Debemos hablar de cómo ve la biotecnología el agricultor pobre del oeste de África, que en media hectárea de tierra, está intentando alimentar a sus cinco hijos con constantes sequías, plagas de insectos, y enfermedades en sus plantas de cultivo. Para él perder una cosecha puede significar perder un hijo. ¿Cómo podemos estar discutiendo desde nuestros cómodos asientos sobre si este agricultor debería disponer de acceso a una variedad de planta resistente a las sequías? Ninguno de los que estamos en esta sala tiene el derecho ético a imponer una tecnología a otra persona, pero tampoco tenemos el derecho ético de prohibir el acceso a esta tecnología. El agricultor pobre del oeste de África no tiene tiempo para discusiones filosóficas sobre si la comida debería ser orgánica, sobre fertilizantes o sobre los transgénicos. Está intentando alimentar a sus hijos. Ayudémosle dándole acceso a todas las opciones. Dejemos tomar las decisiones disponibles a la gente que tiene que sufrir las consecuencias.”

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